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Vamos a la calle

DAVID CHIPPERFIELD

David Chipperfield
2 de abril de 2022
Publicado en La Voz de Galicia

La cuestión del tráfico en las pequeñas ciudades pone de manifiesto los problemas de responsabilidad y las dificultades de gobernar de forma horizontal y no vertical. David Chipperfield reflexiona sobre ello en el artículo de opinión publicado en el diario La Voz de Galicia.

Uno de los retos a los que se enfrentan todos los pueblos y ciudades es el de controlar la calidad del desarrollo de forma que se proteja y mejore su identidad única y su sentido del lugar. En los últimos 40 años, las ciudades gallegas han sufrido una pérdida de identidad como consecuencia de un desarrollo poco controlado y de la demolición indiscriminada de edificios históricos. Junto con la mala calidad y la escala descontrolada de las nuevas construcciones, el factor que más ha erosionado la integridad estética y social de tantas ciudades ha sido la influencia del automóvil en la configuración del espacio público.

Los planificadores han dado prioridad al coche por encima de todo. Las calles que antes eran espacios sociales se han convertido en autopistas de tráfico que cortan las ciudades y los pueblos por la mitad, desplazando a los peatones a un lado. Lo que no se ve comprometido por el tráfico en movimiento, se destruye con el aparcamiento. La crueldad de un desarrollo que pone por delante lo inmediato y las infraestructuras no solo ha erosionado la identidad de muchas ciudades, sino que también ha deteriorado sus cualidades sociales, ha degradado la importancia de la calle como lugar y la idea de espacio común.

Esta erosión del espacio público se ve acentuada por la destrucción de lo que podríamos llamar el «suelo público». Si observamos cualquier pueblo o aldea gallega antigua que haya evitado la destrucción, veremos el papel que desempeñan los pavimentos y las superficies. Al crear una atmósfera de buen hacer, consideración y atención hacia los detalles, revelan la importancia del espacio público e influyen en nuestra experiencia de este. Sistemáticamente, estas superficies han sido eliminadas o tapadas con soluciones brutales y poco meditadas, que reducen el suelo a un horrible collage de tratamientos improvisados y totalmente descuidados. Es una actitud que se extiende a todos los elementos que conforman el territorio común: señalización, cables, iluminación y mobiliario urbano o macetas colocados de modo arbitrario. Lamentablemente, este modo de hacer no se cuestiona y se ha normalizado totalmente. Los procesos de licitación habituales en la construcción del espacio y los equipamientos públicos no permiten elegir la mejor de entre varias alternativas. Sin suficiente reflexión o estudio previos, estos procesos se dirigen de un modo cerrado y demasiado directo hacia una única solución. Incluso con la creciente conciencia de que nuestro futuro depende de la protección de nuestro entorno físico y del mantenimiento de los principios de la comunidad, parecemos incapaces de dar a este espacio público—el que nos une—la importancia que merece.

En este contexto, es alentador ver las obras realizadas recientemente en Porto do Son. Las sobrias pero coherentes mejoras de la zona portuaria de la ciudad son un importante ejemplo de la reconsideración del espacio público y de su papel para la comunidad. Aunque las obras son quizás poco llamativas en apariencia, son una importante declaración de prioridades y un voto de confianza a los espacios que compartimos, el espacio que debería ser de todos pero que demasiado a menudo se trata como si no fuera de nadie. Es un proyecto que trata no sólo de recuperar el espacio público para la ciudadanía mediante un control de los vehículos, sino que también demuestra la importancia del lugar mediante una cuidadosa consideración por el «suelo público». Estos proyectos son difíciles no porque requieran una enorme imaginación o financiación, sino porque necesitan liderazgo, colaboración y coordinación de intereses que pueden entrar en conflicto. Las preocupaciones de la administración local, de Portos de Galicia, de los pescadores, de los propietarios de tiendas y restaurantes, deben ser tenidas en cuenta y coordinadas con inteligencia y compresión.

Estamos sin duda en un nuevo momento de reconsideración del entorno natural, del entorno construido y de la comunidad. En el futuro, se dará prioridad a los proyectos que aborden nuestras preocupaciones sociales y medioambientales: la financiación europea se centra acertadamente en este tipo de iniciativas. Cuando empecemos a darnos cuenta de que la calidad de vida está vinculada a la calidad del lugar, social y del entorno construido, aprenderemos a tratar nuestros pueblos y ciudades con más cuidado y a fomentar una cultura de la planificación que sitúe estas preocupaciones por delante de todas las demás.

El proyecto de Porto do Son muestra lo que se puede conseguir si se combinan las fuerzas y se tienen claras las prioridades. Con todo esto en mente, no hay que subestimar el papel de los arquitectos. Nuestra profesión es a menudo culpable de imponer ideas y caprichos que no proceden, sin otra intención más que mostrar nuestra creatividad antes que cualquier otra consideración. A menudo se nos anima a desarrollar propuestas que sean más notorias o más visibles. Pero eso no es buena arquitectura. Para ofrecer proyectos convincentes y duraderos, hace falta valor por parte de todos los implicados para confiar en una planificación meditada y un diseño cuidadoso basado en la calidad de las soluciones y los materiales. El proyecto de Porto do Son es convincente porque demuestra la importancia de la colaboración necesaria para realizar una obra de este tipo y que sin duda puede conseguirse en otros lugares.